lunes, 29 de noviembre de 2010

El día de la nieve

Cuando vi que nevaba no me hizo ninguna gracia. Con lo que me cuesta a mí conducir del trabajo a casa en condiciones normales, como para que encima me pongan obstáculos y encima esa tarde no podía llevar al fiera al parque. Con lo insoportable que se pone si no sale a hacer de las suyas entre los columpios.

Me encaminé cabizbaja hacia la guardería pensando en la que se me avecinaba. Cuando recogí al chiquillo cambié de idea. En el fondo no hacía tanto frío. Y la nieve no estaba cuajando. Podía ir al centro comercial que tiene uin parque infantil sin suelo de tierra (barro cuando llueve o nieva) y dejarle que conozca la nieve. Aunqua ya tuve un primer encuentro con ella hace muchos meses, pero seguro que ni se acuerda. Y fue un fracaso total.

Le saqué del carrito y el niño se emocionó. Crría de un lado para otro agitando sus bracitos. De repente se puso exigente y me pidió como sólo el sabe hacerlos (a gritos) subirse en éste o en este otro columpio. Yo los secaba como podía y le complacía rezando para que no cogiera un resfriado monumental. El enano se los estaba pasando pipa.

De repente la nieve se tornó en lluvia. Eso significaba que ya no podíamos estar a la interperie por más tiempo, así que recogía a Daniel al vuelo en medio de una de sus locas carreras y me dispuse a meterlo en el carrito. El pequeñajo se retorcía como un energúmeno gritando a todod pulmón. No parecía muy dispuesto a ponerse a cubierto.

Por supuesto, yo no claudiqué. De otra manera estoy segura de que se hubiera cogido un enfriamiento serio. Con mucho esfuerzo logré encajarlo en el carrito, atarlo a todod correr, ponerle el plástico y meterlo dentro del centro comercial.

Una vez dentro tuve la tonta idea de volverlo a soltar para que viera el escenario de animalitos que habían montado con motivo de la navidad. Lo primero que intentó fue saltar la cerca que protegía el tinglado de niños destructivos como él. Pero era demasiado pequeño para lograrlo sólo así que se volvió hacia mí impaciente. Os podéis imaginar que a mi ni se me ocurría soltar a la fiera entre los monigotes para que se liara a mordiscos, patadas y manotazos y que me tocara luego a mi pagar los deserfectos. Así que tocaba otra perreta. De nuevo lo metí a duras penas en el carrito y me elejé volando de los malditos pingünos parlantes.

Pero el hombre es el único animal que tropieza varias veces con ñla misma piedra y volvía a soltar a Daniel. Esta vez para que se lo pasara bien en un cuadrado rodeado de unos muritos blanditos que tiene en el centro comercial para disfrute de los más pequeños. Craso error. Mi niño salía disparado hacia el otro lado del cuadrado e intentaba trepar por el murito y salir de cabeza. Con lo que yo tenía que correr más rápido si no quería que le apareciese un enorme chichón en la frente del insensato. Berreaba para salir, berreaba para entrar. Se colaba en las tiendas. Se empecinaba en que le cogiera para jugar con la cabina telefónica. Empujaba a los otros niños...

Cómo dice una amiga del parque infantil: Una pesadilla.

Así que, agotada, volví a meter a Daniel como pude en el carrito, con la consiguiente perreta y me encaminé a casa para bañarlo, darle de cenar y meterlo en su cunita, rogando para que se quedara dormido rápido. ¡Vaya paliza!

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