viernes, 18 de febrero de 2011

Carritos para empujar o arrastrar

 Cómo le gustan a mi niño las sillitas de juguete. Se las robaba a las niñas en los parques para poder empujarlas a placer. Y no es al único al que le fascinan. Todos los bebés que conozco se mueren por empujarlas. Harta de tanta disputa y guerra decidí comprarle una. En los chinos estaban baratas y eran seguras. La de Daniel viene con dos dispositivos para evitar un cierre por sorpresa y la consiguiente pillada de deditos. A Raúl no pareció importarle, pero no le hizo gracia el color: por supuesto, rosa. Por lo visto en el Imaginarium las hay azules, pero cuestan el doble. Al niño le da igual el color. Y a los otros niños a los que se la hemos prestado también. Así que estoy encantada con el nuevo juguete.

Los padres en el parque fruñen el ceño de forma desaprobatoria. Incluso, uno de ellos se refirió a su mujer con un  "ni se te ocurra comprarle una al nuestro". Mientras tanto, el suyo, ya le había "pedido prestada" una sillita a otra niña, tan rosa o más que la de Daniel. Otra madre aseguraba en otro rincón del parque "Pues yo le pienso comprar una a mi niño, se ponga como se ponga mi marido".

Daniel se recorre todo el parque empujando su sillita por todas las imperfecciones, montañitas, agujeros y grietas que encuentra. Atropellando al que se le ponga por delante. Así de aventurero es mi niño. El otro día se montaron una carrera-lucha de carritos entre él y Luis que se asemejaba mucho a la escena de la carrera de cuádrigas de "Ben Hur". Hubo empujones, choques, adelantamientos indebidos y muchas muchas risas.

La nota mala la puso Daniel el día que se empeñó en subirse a la casita del puente con la sillita. Cómo en ese momento no había ningún niño yo, tonta de mí, se lo permití. Así que se recorrió el puente muy feliz empujando de su sillita. E incluso se tiró por el tobogán con el armatroste. Pero cuando quiso repetir ya se había llenado el lugar de niños y no le dejé porque podía hacer daño a alguno. ¡Vaya perreta se cogió! Los padres los miraban con pena y hasta se acercaron unas niñas para ver que le pasaba y defenderle de su malvada madre. Yo me armé de paciencia y seguí en mis trece. Finalmente lo agarré como pude y lo acerqué al carrito para enchufarle una suculenta galleta y la chupita. Menos mal que no falló el truco y se calmó.

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